A medida que nos vamos haciendo mayores vamos viviendo nuevas experiencias que nos van formando y nos hacen crecer, dejando atrás nuestro niño y creando la persona que somos. Y una de esas experiencias es el ya tan conocido viaje a Italia.

Dormimos como troncos aquella noche. Ni un ruido a la excepción de algún ronquido. Todo el mundo se despertó de buen humor, con comprensión de los unos hacia los otros, con cariño, mimos, entre los alumnos. Y sobre todo, nos despertamos siendo más personas de lo que éramos cuando nos fuimos a dormir. Desayunamos, comiendo como si no hubiera un mañana, en el mismo hotel donde habíamos pasado la noche. Al cabo de poco ya estábamos rumbo a Florencia, donde íbamos a pasar todo el día. Por la mañana visitamos la ciudad, con las explicaciones de un/a guía quién nos mostró del más grande hasta el más, a simple vista, insignificante detalle. Comimos. ¿A que no sabéis qué? ¡Pasta! Por la tarde tuvimos tiempo libre, el cual invertimos en hacer una “ginkama” voluntaria para repasar los sitios más emblemáticos de aquella bonita ciudad. Trataba de hacerse selfies en cada uno de los sitios marcados en el mapa que te daban, pero obviamente, valorando la originalidad ante todo. Se evaluaron esa misma noche, después de habernos duchado, cenado y hasta haber hecho el vago por el hotel. Íbamos pasando grupo por grupo, demostrando nuestra vena artística, desde el nombre elegido para nuestro equipo hasta la postura que tiene Fulanito en la foto X. Las risas estuvieron presentes. Toda la noche. Hasta cuando nos mandaron callar por cuarta vez, fue inevitable.
Maletas preparadas y a desayunar que empezaba otro nuevo día. Íbamos camino a Sant Gimignano, pequeño pueblo con el mejor helado del mundo, ya os lo puedo asegurar. Tuvimos apenas veinte minutos para visitarlo, puesto que debíamos comer en Siena, ciudad que se encontraba un poco lejos y el tiempo se nos estaba tirando encima. Una vez allí, y una vez comidos, tuvimos tiempo libre, para comprar. Los humanos y nuestra obsesión con traernos de países lejanos todo eso que nos parece bonito, por poco utilidad que tenga. No nos demoramos demasiado en volver al bus, el que se estaba volviendo nuestro mejor amigo ese viaje. Teníamos que ir a Roma, por lo que nos esperaban otras largas horas de camino. Pero debo admitir que valieron la pena. El hotel que nos esperaba era de un lujo extremo. Luces en las habitaciones, camas hiper cómodas, duchas de las que no querías salir y un espejo en el que las caras de felicidad de todos se veían reflejadas. Cenamos y, más lujo. Los camareros te iban trayendo más botellas de agua cuando la tuya ya se estaba vaciando. Espectacular. Después de atiborrarnos de comida se dieron los premios de la actividad realizada la tarde anterior. La gente estaba feliz. Se respiraba en el aire. Y durante la noche… nos comportamos como cualquier adolescente hubiera hecho en aquellas circunstancias. Correteos nocturnos de una habitación a otra, estallar en risas en medio de la nada. Pero, bueno, nada fuera de lo común.
Pero tranquilos. Todo salió bien. Llegamos a tiempo al barco, por los pelos, pero lo hicimos, el chico fue reencontrado y bueno, los de los equipajes fueron acogidos de la mejor manera entre los demás compañeros.
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